CLARA Y EL BELÉN
Clara era toda una artista con los belenes de Navidad. Durante todo el año
preparaba bocetos, materiales y personajes para que al llegar la siguiente
Navidad su nacimiento fuera aún mejor que el del año anterior.
Y el año en que cumplía los 10 años, pensando en aquello que cantaban los
ángeles del Señor “Gloria a Dios en las alturas...” preparó el belén más
precioso que uno pudiera imaginar. Diseñó y fabricó unos maravillosos trajes
para la Virgen María
y San José y una mantita bordada con hilo dorado para el Niño Jesús. Decoró el
establo con pequeñas joyas tomadas de sus pendientes y anillos, y rodeó el
pesebre de las miniaturas más bellas que encontró. Hasta las figuritas de los
soldados de Herodes eran sombrías y malvadas, tanto como humildes las de los
pastores. Posiblemente, no hubiera habido antes un belén tan bonito y cuidado.
Era tan especial y único, que había sido propuesto para varios premios,
incluido el gran premio nacional al mejor belén.
Pero precisamente la mañana en que los jueces debían visitarlo, Carla
descubrió al levantarse la peor de las tragedias: su obra maestra ¡estaba
totalmente destrozada! Y cuando la sangre le subía por las mejillas y en su
garganta nacía un grito de furia, Cuca, su hermana pequeña, se acercó a su lado,
tiró de su camisón, y dijo toda sonriente:
- ¿Te gusta más así? ¡Lo he puesto
preciosííísííímo! Cuca ayuda a Clara.
¿Cómo gritar al angelito de Cuca, tan bonita ella, que sólo había querido
ayudar un poco? Clara miró lo que quedaba de su belén: los vestidos de la Sagrada Familia
adornaban de cualquier forma a unos pastores y su oveja; la preciosa manta
estaba a los pies de la viejecita del río; las plumas del pesebre flotaban por
todas partes; torpes y divertidas caras de payaso eran ahora el rostro de los
malvados soldados, y el grupo de pastores que dormía al raso se veía
embadurnado de chocolate, en las más acrobáticas posturas que los pegajosos
dedos de Cuca, llenos de saliva y golosinas, habían permitido; incluso las
pequeñas joyas y miniaturas de Clara estaban esparcidas aquí y allá: decorando
una casucha, en el bolsillo de una lavandera, o en la olla de comida junto al
fuego. Y grandes y brillantes pegotes de color cubrían los montes y el cielo de
aquella Judea destrozada por la ingenuidad de Cuca.
Dos grandes lágrimas rodaron en silencio por las mejillas de Clara, sabiendo
que ya nada se podía hacer. Y allí se quedó, llorando y pidiendo perdón a ese
Niño al que tanto quería y por el que tanto se había preocupado. Pero entonces,
al caer sus primeras lágrimas sobre el Niño, vio cómo éste saltaba contento a
atraparlas. Después le guiñó un ojo, sopló sobre sus lágrimas y las lanzó de
regreso a sus ojos, antes de volver inmóvil a su sitio en el pesebre.
Y en sus ojos, aquellas lágrimas tocadas por el Niño Dios fueron como unas
lentillas que le mostraron todo tal y como era en realidad. Y comprendió que ni
el Niño ni su familia querían los lujos ni las joyas, ni la tristeza de los
hombres, ni la oscuridad en el corazón de los malvados, ni un mundo triste y
sin color. Y que precisamente por eso había venido al mundo.
Y sin dudarlo, y con una gran sonrisa de alegría, tomó en brazos a Cuca, le
dio el más largo y sonoro beso y dijo:
(Publica: María Expósito de 6ºB)
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