Suele ser habitual, cuando se revela el nombre del ganador en el Balón de
Oro, que se escriba sobre la justicia o no del resultado de la votación y que
se elogie la figura del vencedor. Sin embargo, hoy hay poco que debatir y menos
que contar. Por un lado, este año prácticamente no ha existido debate. No había
ni emoción. Si el año pasado se podía discutir merecía el galardón en el
periodo concreto que se valoraba -ya que no había logrado marcar diferencias ni
en el Mundial ni en la eliminatoria crucial ante el Inter-, esta vez Lionel
Messi fue, aclamado por unanimidad, la mejor individualidad, la más decisiva,
del mejor equipo de los últimos doce meses. Marcó en las finales de la
Champions y del Mundial de Clubes y firmó una de las jugadas de esta época en el
Bernabéu, en aquella semifinal que enfrentaba a los dos equipos que, ahora
mismo, están claramente por encima de todos los demás en el panorama europeo y
que le batía en duelo con el otro jugador sobresaliente del momento, Cristiano
Ronaldo. Si la resolución no genera demasiado debate, el elogio novedoso hacia
Messi parece imposible. Lleva tanto tiempo deslumbrándonos que nuestra
capacidad para inventar nuevas formas de homenaje, nuevas descripciones que
loen sus virtudes, es menor a la que tiene él por superarse y mejorar su juego.
Messi apareció como un extremo, creció como un enganche, impresionó como un
falso nueve y alcanzó ahora una nueva dimensión en la indefinición de su
posición teórica. Supongo que éste es un estatus superior: el del jugador que
trasciende la división de roles académicos y los aglutina todos, desafiando
coordinadas espaciales, siendo simplemente futbolista, y ya no delantero o
medio, ya no finalizador, regateador o pasador.
(PUBLICA: LUCIA
HERRERA 5ºA)
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